domingo, 5 de septiembre de 2010

Colaboradores de "Parroquia de tots"

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16,15)

Javier Aznar Sala
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Son muchos los libros que nos prometen la “verdadera historia de Jesús”, como si la Iglesia fuera depositaria de una información secreta que diferiría de la que conocemos y que guarda celosamente en los archivos vaticanos. Todo el mundo desearía conocer estos secretos y éste es el mejor acicate que encuentran las librerías para aprovecharse de este noble deseo y difundir todo tipo de novelas al respecto. Lo que realmente se ha pretendido es separar a Jesús de la Iglesia, con la consecuencia inmediata de no dar a la gente lo que promete, sino una historia de Jesús paralela que en nada cumple las expectativas generadas.
Todo esto podría parecernos novedoso, pero nada más lejos de la realidad, pues las herejías que se suscitaron en los primeros siglos de la Iglesia venían a disociar la verdad revelada acerca de Jesucristo en alguno de sus aspectos. Eso sí, ha sido la Ilustración la que ha difundido la no necesidad de mediaciones [por lo que intenta separar la Iglesia de la figura de Jesús] para conocer a Jesús, pues sólo la razón sería el medio adecuado para acercarse a cualquier realidad, también la divina.
Es interesante destacar que no eran ateos los que pensaban así, pero sí teístas [creen en un Absoluto, pero desencarnado y sin historia]. Eran pensadores que no podían imaginarse el mundo sin ninguna referencia a lo divino. Pero para ellos, y aquí viene el divorcio con la revelación dada en Jesucristo, lo divino [o sea, Jesús de Nazaret] no podía ser en modo alguno semejante a lo humano.
La verdad de la historia de Jesús se circunscribiría a la relación directa del lector con la Sagrada Escritura. Así lo propugnó el protestantismo liberal con la máxima de “solo la Escritura” [sola Scriptura], sin ningún tipo de mediación eclesial ni tradición apostólica. Separar a Jesús de sus testigos más directos significa perder al Jesús real y verdaderamente interesante para nosotros.
La imagen de Jesús que se puede obtener del mero estudio y análisis de textos, aunque sean los textos sagrados de la Biblia, resultaría insuficiente y pobre. Aunque este peligro se puede presentar respecto a cualquier personaje de la antigüedad, bien es cierto que en el caso de Jesús reviste un carácter marcadamente singular, pues en su persona se cruzan los caminos del Cielo y de la tierra, de Dios y del hombre, de la salvación en definitiva…
La Tradición de la Iglesia viene a dar la unidad que se requiere para entender la figura de Jesús, pues es necesario acercarse a Él desde su vertiente humana y divina. Encontramos un testimonio valiosísimo en aquellos que fueron testigos oculares de su muerte y resurrección y que posteriormente dieron paso a los escritos Evangélicos. La Iglesia aporta para el conocimiento de Jesús los testimonios vitales de orden histórico, antropológico y teológico.
A todo este conjunto lo denominamos Tradición eclesial. La Iglesia es una comunidad que se extiende en el tiempo a lo largo de más de XX siglos, Jesús de Nazaret sigue vivo hoy en medio de ella. No en vano dijo el santo padre Benedicto XVI en una de sus homilías dentro del marco del año paulino que, encontrar a Jesús resucitado hoy, es imposible sin la mediación de la Iglesia: Palabra de Dios y sacramentos.
La Tradición en la Iglesia cobra tal relevancia que sería, en labios del sumo pontífice Benedicto XVI, “el río de la vida nueva que fluye desde los orígenes, de Cristo a nosotros, y nos hace participar en la historia de Dios con la humanidad” (Audiencia general, 3 de mayo de 2006, plaza de San Pedro). Fueron los apóstoles los que con su predicación oral, con los ejemplos y las instituciones transmitieron tanto aquello que habían recibido de labios de Cristo [ipsissima verbi], por vivir junto a Él y por sus obras, como lo que habían aprendido por consejo del Espíritu Santo.
Recordemos la importancia y fidelidad de San Pablo hacía la Tradición que ha recibido y que se gloría en enseñar: «Pues os transmití en primer lugar lo que a mi vez recibí» (1 Cor 15, 3). Y de cómo exhorta al mismo Timoteo para que se mantenga fiel a la enseñanza recibida de los apóstoles, a la que califica de “tesoro”: «Guarda el precioso tesoro que se te ha confiado, mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1, 14).
La Tradición es el evangelio vivo anunciado por los apóstoles en su integridad, a partir de su experiencia única e irrepetible con Jesús de Nazaret y guiada por el Espíritu Santo. Nos podemos preguntar entonces, ¿carecería de valor el testimonio directo de los que convivieron con Él para la posterior crítica histórica?
Durante los primeros veinte años de vida de la Iglesia, y por la cercanía que se tenía de contacto directo con Cristo resucitado, la comunidad no vio necesario ponerlo por escrito y atendía al duro mandato misionero del maestro: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).
El mandato de Jesús es muy claro y habla de evangelización y bautismo, no dice nada de «poner por escrito» ni recopilar la información para que ésta no se pierda. Será el Espíritu Santo el que como buen pedagogo les ayude a fijar con posterioridad aquello que sirva para la salvación de los hombres, y no otra cosa.
Sí habla en cambio de guardar dentro de una mentalidad semítica, donde la tradición y la memoria tienen un papel fundamental. Recordemos el credo del pueblo hebreo donde se narran las maravillas que Dios ha hecho por un pueblo desposeído y que ahora es el heredero de las promesas divinas, y de cómo esta Historia de Salvación se enseña fidedignamente de padres a hijos:
«Mi padre era un arameo errante. Bajó a Egipto y se estableció allí como extranjero con poca gente; allí llegó a ser una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros antepasados, y el Señor escuchó nuestra voz y vio nuestra miseria, nuestra angustia y nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo poderoso en medio de gran temor, señales y prodigios; nos condujo a este lugar y nos dio esta tierra, que mana leche y miel. Por eso traigo los primeros frutos de esta tierra que el Señor me ha dado. Dejarás los frutos en presencia del Señor tu Dios, y te postrarás ante el Señor tu Dios». (Dt 26, 4-10).
De todo esto se puede deducir que desposeer al pueblo judío de la Tradición oral, para sacar cualquier rédito partidista, es no conocer en absoluto el marco donde se dio la Revelación y dibujar una revisión histórica anacrónica. El pueblo hebreo es el pueblo de la Tradición Oral, es el pueblo que ha enseñado la fe a sus hijos como el bien más preciado que podían transmitir y en ello, en la fidelidad al mensaje recibido, empeñaban su vida:
«Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Graba en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Incúlcalas a tus hijos, y háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte. Átalas a tu mano como un signo, y que estén como una marca sobre tu frente. Escríbelas en las puertas de tu casa y en sus postes» (Dt 6, 4-9).
Por todo lo visto, es fácil deducir que separar Tradición de Escritura es ignorar la mentalidad del pueblo donde se dio la Sagrada Revelación, y hacer caso omiso a su circunstancia histórica, por lo que cabe deducir que tal vez no interese para algunos el Jesús real, sino el “Jesús comercial”.
La misma Iglesia es la asamblea de la Tradición apostólica, pues los apóstoles son aquellos a quienes Jesús confió sus llaves. La pregunta, por tanto, recorre el eco de la historia y se nos formula ahora a nosotros, de igual modo que Jesús la hizo a sus discípulos en Cesarea de Filipo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16,15). La respuesta no se puede improvisar, pues no es fruto de disquisiciones filosóficas: nace más bien del verdadero encuentro con el Resucitado y nos la ha recordado el Papa.